En una ocasión un monje, paseando por un bosque cercano a su monasterio, tropezó con un viejo árbol que habiendo llegado a viejo, no pudo sostener su peso.
Aquel monje no pudo olvidar en el resto de su andadura la imagen del árbol carcomido, hendido en la tierra por las recientes lluvias del otoño.
Habían acampado en él numerosas otras plantas de menor tamaño, que se surtían de la savia del fenecido gigante.
El monje, fascinado por la grandiosidad de aquella mole vegetal, no podía entender cómo algo tan grande podía de súbito morir de aquel modo y dejar para siempre de producir sombra y servir de refugio de hermosas aves y mariposas.
Ahora, no era nada, era un simple tronco caído, pero su importante bagaje de la vida, había hecho que numerosas vidas crecieran a su sombra, y que otras no menos importantes para el desarrollo y continuidad de la naturaleza, de la vida, estaban ahora creciendo y viviendo gracias a él.
Su reflexión matinal, la del monje claro está, le llevó ya cerca del monasterio, a aceptar que todo lo grande cae, pero que a su caída, crecen numerosas vidas nuevas que un día se harán también grandes, y que destronaran, alguna de ellas, a sus compañeras y más tarde, un día, servirán, como hoy el viejo tronco, de placenta para nuevas vidas.
Nada es tan importante como para no permitir medrar a otros, sólo hay que esperar el momento.
Escrito el 7 de julio de 2003
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